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Vértigo

Utilizo de nuevo el titular de un artículo dedicado hace unos 25 años a aquellos empresarios, que alcanzado el éxito, se quedaban parados y no iban más allá, abrumados por su propia pacatería, su pánico, su vértigo en definitiva. Vuelvo pues a traer el vértigo a la palestra tras la movida de la moción de censura que ha encumbrado a Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno.

Como vértigo debió sufrir en tantas ocasiones Mariano Rajoy, incapaz de asentar líneas estratégicas de gobierno que llevaran a España hacia el progreso, innovando, alcanzando merecidos liderazgos y ocupando en Europa el puesto que nos corresponde. Pero, de tan conservador, prefirió optar por el atraso -al más puro estilo franquista- no fuera que un mayor éxito le resultara excesivo para sus capacidades.

Y ahora, tras el difícil e inseguro triunfo de Pedro Sánchez, vuelve el vértigo a una inmensa cantidad de ciudadanos, que ante las enormes dificultades con las que el nuevo gobierno se va a encontrar por su debilidad parlamentaria, prefieren negarle la vez -argumentando todo tipo de razones, ciertas o no-, en lugar de hacer fuerza, de usar toda la energía como pueblo, para que se consigan los pocos pero importantes objetivos que el líder socialdemócrata se pueda plantear antes de convocar las elecciones cuando toque.

Que vamos a parecer Italia, opina la mayoría. Pero a nadie se le ocurre decir que vamos a parecer Portugal, esa pequeña nación hermana y fronteriza que ha sabido gestionar un gobierno en minoría, desde una posición terrible como consecuencia del rescate sufrido por la UE y consiguiendo, no obstante, la unión de la izquierda. Ya me conformaría yo conque a España le fuera como a la Portugal que tantas veces denostamos y que está dando una soberana lección de buenhacer, inteligencia y voluntad ciudadana. Los portugueses sí que tenían motivos para el vértigo, pero han resultado ser unos valientes que han optado por cambiar las tornas de una vez y salir de la miseria todos juntos.

Dejémonos pues de tanto miedo, de regodearnos en la incertidumbre y utilicemos esas poderosas energías nuestras -hasta ahora negativas- para salir adelante, para vencer al vértigo y saltar de una vez ese plinto que la historia nos pone ahora por delante.

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¿Queremos más Rajoy o no?

La moción de censura presentada por el PSOE para descabalgar a Mariano Rajoy del gobierno, es el gran objetivo en el que todos los ciudadanos sensatos y nuestros representantes políticos nos deberíamos centrar. Es lo único importante. Y más ahora en el que ya se dispone de condenas contra la corrupción del PP más que suficientes.

De hecho, expulsar a Rajoy y a su partido del gobierno es un acto en el que todas las corrientes políticas de la oposición deberían estar de acuerdo. No caben, en este momento, otras circunstancias, negociaciones partidistas ni intercambio de prebendas.

No resulta creíble la amenaza de Rajoy, cuando vaticina el caos social y económico si triunfa la moción de censura. De hecho, resulta bastante difícil que España se pueda encontrar en peores circunstancias que las actuales, con tanta corrupción, desigualdad, precariedad en el empleo, estafa a los pensionistas, pérdida de derechos, justicia politizada, ausencia en los medios de poder europeos y muchos otros aspectos que definen el paso del PP y su gobierno por el poder.

A Ciudadanos se le debe pedir un poco de paciencia, ya que es prácticamente seguro que ganarán las próximas elecciones. Y no les debería preocupar que el interín de un breve gobierno socialista se dedique a limpiar la casa de todos antes de que sea ocupada por nuevos inquilinos. A no ser, claro está, que al partido naranja no le interese esa limpieza, dadas sus probables relaciones con ese poder económico que ha tomado a los españoles como rehenes.

Tampoco debería el PNV negarse a esta moción de censura, una vez ya conseguidas sus periódicas nuevas prebendas. Tanto al Partido Nacionalista Vasco como a los independentistas catalanes, les conviene que se abra un nuevo espacio de diálogo que acabe, al menos por unos años, con tanta incertidumbre y tanto desastre territorial.

Sirva, pues, esta moción de censura para abrir paso a un acto de limpieza y regeneración política. Y, después, con el país más sosegado y creíble en lo político, que vengan nuevas elecciones generales y allá cada uno con su voto.

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¡Le he dado, le he dado!

Itay, recién llegado al elitista grupo de francotiradores del ejército israelí, no cabía en sí de emoción. Con su certero disparo había derribado a un niño palestino. Había cometido su primer asesinato.

Además, su mortífero disparo se había producido en un día muy especial para su pueblo. Se celebraban 70 años de la creación del Estado de Israel, con la bendición del todopoderoso amigo americano, un enloquecido e incendiario Donald Trump, cuya hija Ivanka inauguraba oficialmente la nueva embajada de EE.UU. en Jerusalén, la ciudad más disputada del mundo, un polvorín religioso y étnico en el que cualquier movimiento extraño significa de inmediato días o semanas de disturbios. Y muertos, más muertos.

Itay, prácticamente un crío de apenas 20 años, no había conocido más ideología que la del Likud, un partido de extrema derecha habitualmente coaligado a las organizaciones políticas más extremistas de su país. Una ideología compartida por sus padres, colonos desplazados a Nablus -al norte de las tierras palestinas de Cisjordania- para instalar allí su ilegal asentamiento agrícola bajo el amparo del gobierno israelí. Una familia que, como muchas otras, disparaba sin remordimiento alguno a todo palestino que se acercara, con una mezcla de impunidad y miedo, emociones bastardas compartidas por gran cantidad de sus paisanos. Quizá consecuencia de la maldad producida por quienes abusan del poder genocida.

Con toda seguridad, el gobierno que envió a sus asesinos a la frontera con Gaza, también sabía que sus celebraciones iban a ser contrarrestadas por los palestinos, que también conmemoraban su Nakba, la expulsión de sus tierras y el comienzo de un encarcelamiento en guetos que iban a suponer -como así ha sido- su pobreza extrema y su paulatina desaparición como pueblo con tierra.

Pero a pesar de que el gobierno israelí era conocedor de todos estos hechos y evocaciones, no dispuso un aparato represivo antidisturbios como el que se pone en marcha en cualquier país ¿civilizado? ante una manifestación hostil.

¿Para qué enviar a sus policías y soldados a batirse el cobre a porrazos, contra otros seres a los que se les niega la humanidad de la manera más xenófoba? En Israel están acostumbrados a supremacías de todo tipo, y la bélica es una de ellas. Siempre han considerado liarse a tiros o a bombardeos contra todo aquel que no tiene capacidad de respuesta proporcionada. Y entre los que disparaban en esta ocasión se encontraba Itay.

Armado con el más moderno fusil norteamericano, con todo el equipamiento para disparar certeramente a larga distancia, Itay llevaba en su cargador balas de fósforo blanco, material prohibido por el destrozo y quemaduras que ejerce en los cuerpos de las personas que son alcanzadas por estos inhumanos proyectiles.

Y así, al igual que Itay, muchos otros francotiradores del ejército israelí asesinaron ayer a más de 50 palestinos inocentes y dejaron heridos a miles de ellos, muchos de los cuales perderán seguramente la vida en los pobres y desabastecidos hospitales de Gaza.

Mientras, en la nueva embajada norteamericana corría el champán y Netanyahu e Ivanka sonreían, como celebrando sus crímenes de lesa humanidad. Maldita sea su estampa.

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Mirando hacia atrás con ETA

Para leer y comprender este artículo -no pido a nadie que lo comparta- conviene ser viejo, por eso de la memoria y el testimonio, aunque los estudiosos de nuestra historia reciente, sobre todo aquellos que tienen una mentalidad abierta y razonable, podrán leerlo sin necesidad de vomitar.

Para muchos de los que a final del franquismo éramos jóvenes, ETA era percibida como el brazo armado contra la dictadura. Era el consuelo -y la venganza- de los que creíamos que la sangre provocada por el fascismo debía ser pagada también con sangre.

Así, algunos asesinatos cometidos por aquella ETA incipiente fueron festejados por muchos sin ningún rubor. Incluso el vuelo a los cielos del ultraderechista y católico extremista Carrero Blanco, fue asumido -se atribuye sin que nadie lo haya negado hasta la fecha- por el propio ministro del desarrollo y opusiano de pro, López Rodó, con aquella demoledora frase de «ETA ha prestado un gran servicio al país».

Como en tantas otras ocasiones de los frecuentes magnicidos en la historia de España, sigue sin aclararse quienes colaboraron al asesinato del almirante, aparte de los ejecutores. Se habla de la CIA, como se podría mentar a cualquier otra organización interesada en que se produjeran grandes y rentables cambios en la política española.

Quemo etapas para no extenderme demasiado y, en una elipsis literaria, llego a la Transición Democrática, momento en el que ETA se dividió entre los que siguieron luchando contra el franquismo y los que empezaron a asesinar y extorsionar sin ton ni son: ETA político-militar -«polimilis»- y ETA militar, la que hoy ha decidido «disolverse» cual azucarillo en un caldo de obsolescencia.

Aquella ETA, la político-militar, al igual que el resto de terroristas de ETA, GRAPO u otros criminales o presos políticos y comunes varios, fueron amnistiados como medida previa a una nueva Constitución democrática que, no lo olvidemos, no fue aprobada en el País Vasco, durante un referéndum nacional que acabó sancionándola como válida por una gran mayoría de los españoles, fueran conscientes estos o no de lo que estaban votando.

Quizá, los que pedíamos sangre a aquellos militantes de ETA, nos quedamos con un palmo de narices cuando los asesinos de Atocha o el sádico torturador «Billy el Niño» salieron de rositas tras sus horrendos crímenes, aunque aquí nos pudo más la esperanza en una democracia en paz que el ansia de venganza.

Pero a partir de la separación de los «polimilis» -rápidamente absorbidos por las reglas del juego democrático- y de los «militares», todo cambió en nuestra percepción de lo que considerábamos justo, fuera cual fuera la extracción social, política o profesional de las víctimas. Renació nuestra cordura y se acabó la justificación de tanta barbarie, familias desechas, heridos graves, y muertos, demasiados muertos que no venían a cuento.

Hoy, junto a la alegría descafeinada -por sabida- del fin de ETA, conviene recordar el lamentable papel del algunos históricos del PNV, Arzallus al frente, que utilizaron subrepticiamente a la banda terrorista como elemento de negociación, bajo amenaza, para conseguir objetivos políticos y económicos. Como también interesa recordar a todo el apoyo rural, y relativamente urbanita, de muchos ciudadanos vascos que con sus curas al frente, nunca recriminados por la archidiócesis vasca, apoyaron y dieron cobijo a una ETA asesina sin más.

También cabe el recuerdo a una Francia que se llamó andana hasta que ETA asesinó a su propia gente, lo que junto a nuestra entrada en la UE significó que nuestro vecino del norte se volcara en colaborar en la lucha con nuestras fuerzas del orden.

Y no seré yo quien olvide que el Estado español se puso a la altura de los asesinos de ETA con aquella milicia del GAL, chapuceros vengadores que nos traen a la memoria la habilidad de Alemania para «suicidar» a los integrantes de la «Baader Meinhoof» sin que la sociedad teutona pusiera objeción alguna.

Así que hasta hoy ha llegado la trayectoria histórica y lamentable de una panda de asesinos sin causa, que se inventaron un conflicto inexistente, con el apoyo de los gobernantes de su tierra, y que se empeñan en no reconocer que todas sus víctimas y familiares deben tener la misma consideración, que yo reconozco, salvo alguna cosa de otros tiempos.

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Debilidades de España

Quién conozca la historia de los países del Mediterráneo, pioneros en su día de tantos avances en el pensamiento, en la ciencia y en el comercio, se sentirá frustrado seguramente por la enorme decadencia a la que hoy están sometidas estas naciones, entre las que últimamente destaca España por su voluntad política de arruinar a la mayoría de sus ciudadanos y de someterlos, una vez más, a una época de atraso de la que mucho nos costará salir.

Y es que España es un país condenado al ostracismo perpetuo, liderado por unos gobiernos incapaces de remozarlo de una vez por todas. Siglo tras siglo.

Que nadie se lleve a engaño con la época imperial de España, que jamás fue utilizada para que aquí dentro reinara la justicia, la igualdad y el progreso. Muy al contrario del resto de países europeos, que aun siendo también invasores, ladrones y asesinos, derivaron gran parte de la riqueza generada en sus botines de guerra para avanzar hacia la modernidad.

Seguramente, nuestra principal debilidad radica en que la hoy alabada diversidad cultural de los territorios que conforman nuestro Estado, fue el resultado de una unión a la fuerza de aquellos pequeños reinos que nada tenían en común, ni ganas de tenerlo. Y esa unión a la fuerza, estalla periódicamente como no podría ser de otra manera, porque nadie ha sido capaz -desde la corona absolutista o desde los gobiernos civiles- de armonizar una idea común que ilusionara y diera cobijo a todos los españoles.

Otra debilidad, aún sin resolver, es la enorme diferencia existente entre la calidad cultural y la riqueza generada de las diversas regiones -hoy comunidades autónomas- que conforman España. Por ejemplo, Extremadura o Andalucía fueron pobres y pobres siguen, mientras el País Vasco o Cataluña, fueron siempre adalides del progreso y del bienestar de sus ciudadanos.

También es conveniente recordar que en España la libertad jamás fue ni es un valor compartido entre gobernantes y ciudadanos. Cada vez que el pueblo español ha optado por practicar la libertad -para ser más iguales, luchar juntos para avanzar o quitarnos el pelo de la dehesa- siempre ha habido poderes políticos con la fuerza suficiente para castrarla. Y aún seguimos así, por mucho que a este simulacro de libertad lo llamemos democracia y se nos llene la boca con las bondades de la transición.

Y no olvidemos el carácter reaccionario y mezquino que impera en la sociedad española, en la que los éxitos propios, los avances tecnológicos o los reconocimientos internacionales de nuestras ideas, son castigados con la envidia y el cainismo.

Aunque, por ir acortando, nuestra principal debilidad coincide con el máximo punto fuerte de nuestra historia reciente: el turismo. Una industria, cuyo liderazgo internacional, nos ha convertido en conformistas, aceptando así que mientras haga sol y tengamos playas, el país obtendrá ingresos suficientes. Pero en este éxito se encuentra también nuestra condena. Porque no henos sentido el cohete en el trasero ni hemos sido capaces de encontrar las alternativas económicas necesarias para que España pudiera esgrimir otras realidades para progresar.

De la industria, ni se la ve ni se la espera. Millones de pymes y micropymes intentan, sin más exito que la supervivencia, sustituir a la gran industria, que aun estando presente en España, no es nuestra. Ni la que vino hasta aquí ni la que tuvimos que vender o cerrar por incapaces.

De aquellos atisbos de I+D+i, poco queda ya, en un país cuyos investigadores son castigados a la penuria o al exilio económico. Ni siquiera somos capaces de aprovechar ese sol que adoran nuestros visitantes ni esos vientos propios de nuestro carácter peninsular orientado a varios mares o de nuestra orografía, para generar nuestra propia energía, abaratando enormemente sus costes, consiguiendo una mayor autonomía energética y favoreciendo la riqueza de nuestras empresas y el bienestar de nuestros hogares.

La lista de nuestras debilidades, a poco que seamos honestos con nosotros mismos, sería mucho más larga. Sólo una más: los que, como yo, protestamos y maldecimos a nuestro país, nos merecemos seguramente que más de uno -o de una- nos pregunte con toda la mala leche qué hacemos aquí. Esa es nuestra gran debilidad, adorar España, a pesar de todo.

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Los Presupuestos más sociales

Durante la presentación de los Presupuestos Generales del Estado al Congreso de los Diputados, vuelve la cantinela de algunos ministros del PP, repetida cual mantra durante los últimos años: «Estos son los Presupuestos más sociales de la historia de la democracia».

Evidentemente, para tal matraca se escudan en el porcentaje del PGE destinado al gasto social. Pero otra cosa es el destino del citado dinero y lo justo o injusto de las prioridades en su reparto.

Y es que con nuestro dinero, el gobierno central no para de hacer trampas o de cometer agravios sociales que indignan a los ciudadanos.

Con nuestro dinero, se están rescatando autopistas privadas, que una vez saneadas económicamente, volverán a ser privatizadas. Una sinvergonzonería similar a la compensación pagada, con régimen de urgencia, a la empresa propietaria de la fracasada plataforma Castor, haciéndonos a todos los ciudadanos corresponsables de la metedura de pata de una empresa mercantil que no es pública precisamente.

Con nuestro dinero, se destina una ingente cantidad de millones a un ejército que se encuentra, afortunadamente, en ausencia de amenazas bélicas contra España. Ni siquiera la falacia esgrimida con la excusa del yihadismo justifica esta inversión, pues es bien sabido que los ejércitos poco pueden hacer para afrontar esta clase de terrorismo.

Con nuestro dinero, se proyecta una subida salarial del 8% a los funcionarios durante tres años, lo que está muy bien para los agraciados pero produce un inmenso sonrojo para el resto de los trabajadores, que apenas ven incrementado su salario y se encuentran en medio de una precariedad que asusta.

Con nuestro dinero, además, se hacen trampas en el gasto, dejando de usar gran parte de las partidas ya aprobadas para lo que fueron creadas. El gasto de sólo un 30% del presupuesto de I+D+i durante 2017, además de una zorrería, es una condena para nuestro avance como país, condenado durante décadas al «que inventen ellos». Todo ello dentro de una falaz presentación de partidas económicas en las que se consideran nuevas las no gastadas durante el ejercicio anterior.

Trampas en el gasto que incluyen el vaciado de la hucha de las pensiones para fines distintos al de su creación, como la autocompra de deuda pública, por ejemplo. Y así hasta la saciedad.

En cambio, con nuestro dinero, no se cumplen los compromisos sociales del Estado, saltándose a la torera leyes y normas si hace falta.

Así, se devalúan las pensiones -como ya se ha hecho con los salarios-, se mantiene bajo mínimos la sanidad pública o la educación, se deja sin dotación el Pacto de Estado contra la Violencia de Género, al tiempo que se deja morir a ciudadanos que tienen derecho a ser atendidos según la Ley de la Dependencia, sin que les llegue ayuda alguna en vida, ni a ellos ni a sus familiares cuidadores.

No, señores y señoras gobernantes. No intenten engañarnos una vez más, porque con el tiempo vamos aprendiendo -es de esperar- y, por ejemplo, no consideramos una mejora social el Presupuesto General del Estado para 2018 en el que, por ejemplo, se considera una subida de las pensiones la migaja económica o fiscal que tampoco esta vez sacará de la miseria a tantas personas.

Estos presupuestos no son ni serán los más sociales de la democracia. Y lo que es peor, puede que ni vean la luz por falta de votos, lo que implicaría la prórroga automática de las cuentas del año pasado, que tampoco tuvieron nada de sociales. Como para fiarse de esta Administración.

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¿Qué quieres que te diga?

Empieza la primavera tal como acabó el invierno. Con frío en el ambiente y en las mentes de nuestros políticos. Con granizo gubernamental sobre las cabezas de feministas y pensionistas, que aún manifestándose por doquier demostrando su razón y la cantidad de los que protestan, nada obtienen de quien tiene en su mano la solución ante tanta injusticia.

Y seguimos echando de menos la protesta masiva de los jóvenes, uno de los mayores colectivos entre los que, frente a tanta desigualdad, crece la desesperación porque temen no alcanzar jamás un porvenir suficiente para obtener los mínimos vitales: independencia, desarrollo y techo.

Mientras, el dinero que parece no haber en las arcas públicas, es destinado sin medida a satisfacer los problemas mercantiles de empresas privadas o a rearmar a un ejército sin guerra con la excusa del yihadismo.

Sandeces que bordean la prevaricación, a sabiendas de que los servicios sociales, las infraestructuras, la modernización general y otras necesidades de cada día debieran ser prioritarias.

Por eso llama poderosamente la atención que los partidos políticos, que dicen representarnos en las Cortes Generales, anden metidos en zarandajas de mínimo calado social y que sólo sirven para tomar posiciones ante las elecciones cada vez más próximas.

No se entiende de otra manera que el partido en el gobierno se permita macarrear con sus vetos y negativas varias sobre lo esencial, cuando en realidad se encuentra en su momento más débil de la presente legislatura. Y sin que nadie aproveche esta coyuntura para descabalgarlo de una vez y mandarlos a casa por una larga temporada, a ver si aprovechan la oscuridad para reflexionar sobre su insultante extremismo e injusticia como tácticas constantes de autoridad.

Debe ser que la inacción que define a nuestro gobierno es contagiosa, como una epidemia de abulia política que se ha expandido a izquierda y derecha, generando unos síntomas de estupidez para los que no existe remedio si queremos mantener el estado de derecho.

Aunque más nos valdría tomar consciencia de que el derecho que sostiene a nuestro Estado ya no es de recibo, porque ni es para el pueblo ni se desarrolla a favor del pueblo.

Así pues ¿qué quieres que te diga? ¿Que tomemos de una vez la calle hasta que caiga este gobierno, como ya pasó en Francia pronto hará 50 años? ¿Que forcemos a todos los partidos políticos a vivir en la realidad, negándoles el pan y la sal que no se merecen? ¿Que rompamos la baraja y empecemos un nuevo juego en el que podamos participar todos?

Algo habrá que hacer, porque así no vamos a ningún otro lado que a alargar nuestra agonía como país y nuestra miseria como ciudadanos.

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Puigdemont y el invierno

A gran cantidad de informativos, acostumbrados últimamente a insistir sobre el monotema catalán como si no hubiera otro presente, les ha tocado la lotería con la llegada del invierno real, ese en el que nieva y hace frío. Ya tienen dos asuntos a los que dedicar tiempo o páginas, salvándose así de tener que informar sobre los auténticos problemas que afectan a la ciudadanía.

Asuntos tan graves como los cadáveres de inmigrantes aparecidos ayer en el estrecho, o el hacinamiento hospitalario causado por una epidemia de gripe como no se veía en muchos años -el error de la OMS en la definición de la vacuna daría para mucho-, pasan a segundo o tercer plano salvándole el trasero al gobierno del PP, sucio de tanta cochinada ejercida y de tanta abulia política, que le impide ser diligente con su propia higiene. De la misma manera que los últimos datos del paro demuestran que la estructura del empleo en nuestro país resulta inaguantable por su precariedad y por la pésima calidad de los puestos de trabajo que se ofrecen.

Se libra de esta manera la prensa medrosa de tener que denunciar la falta de dotación presupuestaria al pacto de estado sobre violencia de género; sólo reaparece la Gürtel -y no en todos los medios- cuando algún tenor canta la traviata; ya nadie se acuerda de las dificultades del gobierno para que el Congreso apruebe los presupuestos generales de este año; como tampoco casi nadie se pregunta dónde se encuentra nuestra izquierda, sea PSOE o UP, desaparecida de la palestra aunque no precisamente en combate.

Demuestran nuestros medios de comunicación que la comodidad de lo trivial es y será la causa de su fracaso y de sus crecientes problemas económicos. Porque no parece tener mayor interés reproducir los asuntos banales con los que nuestros ciudadanos se saludan cada día en el ascensor: «Qué frío hace ¿eh?» o «Puigdemont está como una cabra» son temáticas sin mayor valor que lo cotidiano, por las que poca gente está dispuesta a pagar.

En resumen, al asunto catalán le ha salido un aliado de gran calibre, el invierno, capaces ambos de tapar las miserias que siguen asolando nuestro país.

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Treinta y tantos

Traigo a colación el título de una antigua serie de TV, que describía a la perfección el estilo de vida de los urbanitas de mediana edad, siempre jóvenes en su intención y con unas elevadas dosis de pragmatismo. Y es que esos, los de treinta y tantos, son los que deciden los resultados electorales en países suficientemente desarrollados como España.

Estos urbanitas suelen tener estudios superiores, puestos de trabajo suficientemente bien remunerados y ejercen profesiones -en muchos casos de las llamadas liberales- que permiten relaciones humanas con sus similares, por lo que el bloque acaba por tener cada vez más aspectos en común, resultando más homogéneo.

Una manera práctica para reconocerlos podría consistir en percatarnos de los perfiles de los y las modelos de las campañas publicitarias de El Corte Inglés, gente guapa, desenfadada, que se cuida, que viste de manera moderna y que gasta buena parte de sus ingresos en consumo, viajes y otros autopremios. Observémoslos en contraposición a los modelos de Lidl, esos que buscaron hace poco unas navidades imperfectas y de bajo coste.

Un exdirector nacional de la planta jóven de El Corte Inglés, los llamaba «añeros», afirmando además que conformaban el auténtico núcleo de los clientes de ese estilo de vestir.

En definitiva, me estoy refiriendo a aproximadamente un millón de urbanitas, relativamente modernos, con elevada formación y escasa ideología, pragmáticos, con preferencia por lo privado tanto en previsión como en salud y enseñanza para sus hijos, centristas -¿qué es ser centrista?- y con una elevada tendencia a cambiar de opción política a la que votar en función de sus propios intereses.

Un millón de personas que deciden, en gran medida, la trayectoria política del país, decantando desde su minoría el gobierno que ha de gestionar las necesidades de la mayoría.

No debe extrañarnos, pues, que durante las últimas décadas -las del bipartidismo- este especial grupo de personas haya sido objeto de todo tipo de halagos y arrumacos, tanto desde el PP como del PSOE, con tal de atraer sus votos.

Pero en los últimos años todo ha cambiado, tanto por la cruda crisis económica y política que aún estamos viviendo, como por la desaparición del bipartidismo, convertido ahora mayoritariamente en las cuatro grandes opciones PP, PSOE, UP y Ciudadanos.

Como también ha cambiado la suerte de millones de españoles, que partiendo de un trabajo de escasa cualificación y salarios decentes, han pasado a un estado de miseria y de riesgo de exclusión social, como consecuencia del ejercicio de desigualdad promovido por el gobierno del PP con su durísima devaluación salarial.

En cambio, los urbanitas a los que me refiero han sufrido mucho menos la crisis y han reflotado con gran rapidez, volviendo a convertirse en ese paradigma social que siempre representaron.

Y ahora, cuando ya estamos prácticamente en precampaña electoral ante las municipales y autonómicas del próximo año, no está de más que comparemos el perfil de estos «añeros» con la definición política de los cuatros grandes partidos, en busca de una afinidad que nos permita aventurar hacia donde se van a decantar sus votos.

Con ellos, el PP tiene cada vez menos que rascar, tanto por su exceso de corrupción como por la casposa opción estética de sus políticas y de sus representantes.

El PSOE, profundamente dividido, navegando a la deriva y últimamente desaparecido de la palestra, tampoco tiene mucho que ofrecer a estos profesionales de treinta y tantos, por mucho que Pedro Sánchez sea uno de ellos. De hecho, en la directiva de Zapatero había mucha más afinidad con los ciudadanos que hoy me ocupan que en la actualidad.

En cuanto a Unidos Podemos, poco tienen que conseguir en este segmento sociológico, que ni perteneció al 15M ni está por la labor del deformado radicalismo que practican los obedientes a Pablo Iglesias.

Nos queda pues, Ciudadanos. Una opción política en la que este millón de urbanitas de treinta y tantos puede encontrar fácilmente acomodo. El nivel de afinidad es enorme, gracias a la edad y el estilo de vida de quienes gobiernan este partido político, así como a la razón de voto por eliminación de otras opciones.

Así que, nos guste o no, este podría ser el camino por el que opten nuestros protagonistas de hoy, ante la descomposición galopante del PP y frente a una izquierda desdibujada y profundamente dividida, muy lejana en sus propuestas de los intereses de quien vive suficientemente bien y se encuentra joven y guapo o guapa.

Como dirían en Mongolia, que el Hombre del Espacio nos pille confesados.

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Firma tú, que a mí me da la risa

En esta semana, tremenda judicialmente para la derecha española -sea del PP, de la antigua CIU o del PSOE andaluz-, queda claro que sólo los más altos cargos gubernamentales estatales o autonómicos, que han sido lo suficientemente listos como para no firmar nada, se van a salir de rositas.

Llama así poderosamente la atención que hoy Francisco Camps, expresidente de la Generalitat Valenciana, no esté sentado en el banquillo de la Audiencia Nacional que juzga las corruptelas del PP valenciano relacionadas con el caso Gürtel.

Y aún resulta más curioso el silencio que guardan Vicente Rambla, Ricardo Costa y otros antiguos mandamases del partido conservador en Valencia, protegiendo así a su máximo capo, ese que cita Correa en su confesión por escrito al juez como quien le encargó determinados eventos. No se entiende qué pretenden proteger, aún sabiendo que llevan todos los números para acabar en la cárcel.

Sería interesante, que a pesar de que las presuntas responsabilidades penales de Francisco Camps parecen estar prescritas, quedara claro durante el juicio, que hoy empieza, que Camps se libra porque el estado de derecho le protege con la medida del tiempo, no por su inocencia.

Está claro que la cuestión radica en saber hacerse el loco y no figurar documentalmente en ningún caso, aunque el largo brazo de la Justicia ya se encargará de pillarle por algún otro asunto, como el de la Fórmula 1, por ejemplo. Habrá que pillarle como sea, igual que a Capone, que acabó en la cárcel por un asunto tangencial y distinto a sus crímenes más sonados.

En cualquier caso, la derecha española -incluida la catalana, por supuesto- ya figura en nuestros anales como la más corrupta desde la transición, con más o menos 1.000 imputados entre todos los partidos que la forman, y que sólo han demostrado ser eficientes para enajenar dinero púbico y hacer trampas, mientras sus acciones de gobierno han resultado inútiles y hasta vergonzosas por su dudosa eficacia y por su manía de dejar correr los problemas.

Se demuestra así, una vez más, que nuestro código penal protege a los políticos que roban hábilmente o que faltan a su deber como gestores de lo público, y que siguen siendo votados por los ciudadanos. Es lamentable que tengan que ser algunos jueces los que pongan algo de orden en un país que no parece haber cumplido todavía su mayoría de edad.

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