Acaba de empezar la décimotercera legislatura y, sin apenas tiempo, aparecen de inmediato las iras torticeras y la manifestaciones de odio. probablemente porque estamos en plena campaña electoral para las municipales, autonómicas y europeas, aunque no parece ser este el único motivo.
En realidad, y yendo muy al fondo de la cuestión, se hace evidente que los españoles aún no estamos preparados para practicar y respetar la libertad. Se podrá decir que la transición democrática nos ha traído un nivel de libertad y bienestar desconocidos hasta la fecha -lo que podemos dar por cierto- pero, si rascamos un poco, se hace ineludible que aún nos falta mucho camino por recorrer.
Y para demostrarlo, me importa una higa meterme en un jardín tan delicado como el asunto catalán. Cada uno que piense lo que quiera. Pero, en mi opinión, la autodeterminación de los pueblos y la lucha democrática por conseguirla forman parte de la Declaración de los Derechos Humanos emanados desde la ONU, aunque cada país la aplique según su conveniencia.
Además, los autos de derecho comparado emitidos por diversos tribunales europeos tras la cobarde fuga de Puigdemont -que dejó colgados a sus compañeros, hoy encausados- no hacen sino confirmar mi punto de vista, sobre todo cuando niegan que lo que acabó siendo en España una causa penal por rebelión, no pasaría en otros países de la UE de faltas o delitos administrativos.
De ahí que me una a quien califica a los cargos catalanes juzgados por el Tribunal Supremo de presos políticos, no de políticos presos.
Claro que siempre se podrá argumentar que las leyes españolas encuentran motivo para encausar penalmente a los protagonistas del «procés», lo que no significa necesariamente que esas normas resulten acordes con los derechos humanos ni se sustenten en el sagrado principio de la libertad. Las leyes siempre se pueden cambiar, sobre todo si se revisan con ética y dignidad.
Dicho lo cual, no me duelen prendas en criticar las actuaciones -rayanas en la estupidez- de muchos de los próceres independentistas, a los que se acaba de unir el nuevo presidente de la Cámara de Comercio de Cataluña, que sustenta su discurso en auténticas alucinaciones, que sólo se entenderían si por ese país anduvieran circulando los tripis de forma gratuita para todo aquel que enarbole la estelada.
Y es que a estas alturas del conflicto, resulta conveniente recurrir a la memoria para traer a la palestra el renacer de la locura catalana. Podríamos empezar por Jordi Pujol, quien salvado subrepticiamente de la quema por sus turbias andanzas con Banca Catalana, no tuvo el más mínimo inconveniente para renunciar al área metropolitana de Barcelona, con el fin de quitarse de encima el «cinturón rojo» de la capital, aunque la urbe barcelonesa se viera drásticamente reducida a la mitad de su volumen y a la pérdida de un peso específico económico y cultural de vanguardia, ya trasladada a Madrid.
Tampoco merece el olvido las andanzas corruptas de Jordi Pujol y su familia, delitos -estos sí penales- por los que todavía no ha sido encausado, vaya usted a saber por qué.
Al igual que conviene recordar que el presidente Rodríguez Zapatero -líder en derechos civiles y lerdo en gestión- colaboró con los catalanes para conseguir una nueva redacción del estatuto autonómico que, una vez aprobado en referéndum por los catalanes y llegado al Congreso de los Diputados para su aprobación, se encontró conque el PP adujo no se sabe muy bien qué y lo envió al Tribunal Constitucional, que se lo cargó. Algún día puede que la historia nos cuente qué razones tuvo el TC para anular un estatuto idéntico a las más o menos recientes modificaciones de los estatutos de autonomía de otras comunidades.
Y a partir de esos polvos, alimentados durante años por la nula capacidad de diálogo del gobierno de Rajoy, llegamos a estos lodos de odio, manifestado entre otros ejemplos por la cara desafiante y repleta de rabia, hasta casi reventarle las mandíbulas, esgrimida por Albert Rivera cuando «aguantó la mirada» a los diputados electos independentistas cuando se cruzaron el martes en el pasillo del Congreso. O a los abucheos y pataleos de todos los partidos de la derecha ante cada manifestación de los susodichos cuando usaron sus propìas fórmulas para acatar la Constitución, dicho sea de paso con criterios absolutamente legales y amparados por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.
Así, desde luego, no arreglaremos nada. Por mucho que algunos se empeñen en acusar a la izquierda de cómplices de los separatistas catalanes; Por mucho que esos mismos intolerantes se empeñen en calificar de golpe de estado a una actuación -poco hábil, es cierto- sustentada en los derechos humanos y que debió seguir los ejemplos de Quebec o Escocia; por mucho que esa derecha que no respeta la libertad en toda su dimensión, trate a los encausados del «procés» como si ya estuvieran condenados, negándoles el indiscutible derecho de presunción de inocencia mientras no exista una sentencia del Tribunal Supremo.
Acabo. Porque todo este lío causado por la profunda falta de respeto a la libertad de casi la mitad de los ciudadanos españoles, deviene ahora en si los encausados separatistas que han resultado diputados o senador electos deben ser cesados de manera automática, según se sustente el motivo en lo que argumente el Tribunal Supremo o en lo contemplado en el Reglamento del Congreso, cuando la realidad es que ninguna de las partes tiene mucho que decir por ahora, ya que la circunstancia de que unos encausados y presos preventivos hayan resultado luego elegidos por el pueblo es una novedad que no está contemplada en código alguno. Sí, toda una novedad, digna como mínimo de estudio.
Y así empieza la XIII, esa legislatura que muchos deseamos resulte pacífica, estable y duradera, aunque sólo sea para que por una vez nuestros políticos puedan dedicarse a la tarea que se les encomienda y por la que cobran: trabajar por el bien del pueblo.