En España estamos atravesando una ola de calor tras otra, con terribles consecuencias como la sequía, el fuego descontrolado o la ineficiencia energética. Esos mismos pantanos diseñados para otros escenarios climáticos y ahora prácticamente vacíos, ya no pueden colaborar en la producción de energía hidroeléctrica y su sustitución nos lleva a costes más caros y a más polución.
A estos hechos seguramente irreversibles, se suma la reciente sentencia del Tribual Constitucional, que viene a permitir que en las urbanizaciones, comunidades de propietarios o edificios y polígonos industriales se pueda practicar el autoconsumo energético compartido, hasta ahora prohibido.
Queda así derogada la hasta ahora prohibición planteada por el gobierno del PP en su decreto ley de 2015, destinado como siempre a proteger a las compañías eléctricas, al tiempo que se abre una vía esperanzadora para la instalación de plantas fotovoltáicas en cientos de miles de tejados que podrán aprovechar la gratuidad de la fuente solar.
No despeja sin embargo esta sentencia la aberración del llamado impuesto al sol, falaz método para poner obstáculos al uso de energías renovables por los ciudadanos, así como para mantener la injusta complicidad del gobierno con las compañías eléctricas.
Y es que la postura de los gobiernos del PP -y en otras ocasiones, del PSOE- ante la evidencia del cambio climático, y la necesidad del abaratamiento energético y del necesario cuidado del medioambiente, no sólo resulta insultante para los ciudadanos, sino que demuestra una falta de sentido común político y estratégico, que únicamente se comprende cuando somos conscientes de las mordidas y los premios que tantos políticos del bipartidismo vienen recibiendo desde la privatización de estas compañías, que realizan suministros de primera necesidad.
No hace tanto tiempo de que España fue uno de los países líderes en la fabricación de instalaciones fotovoltáicas y eólicas. Si bien es cierto, que gran parte de este auge se debió a la gran cantidad de operaciones especulativas de muchos ciudadanos atraídos por las jugosas primas que recibían.
Ahora, con el cambio climático llamando crudamente a nuestras puertas, así como tras varios años de injusta desigualdad social y de la criminal provocación de la pobreza energética, se hace evidente la necesidad de un profundo cambio en la política energética de España.
Se hace ahora insostenible, más que nunca, la protección de unos pocos empresarios a cambio del encarecimiento de las facturas a los consumidores. O de la reducción de costes a través de la devaluación de los salarios, cuando bien se podrían obtener abaratando el precio de la energía.
Máxime -y aquí viene la paradoja que más vergüenza produce- cuando España es uno de los países de Europa con mayor cantidad de horas de sol, así como de vientos constantes que nos proporcionan tanto las cuencas de nuestros grandes ríos como nuestra apreciada orografía costera, que para algo somos un península.
España es, además, un país dependiente en cuestiones de energía, situación que visto lo visto debe venirle muy bien a unos pocos aprovechados, que se ríen en nuestras narices desde su sillón de poder político o económico.
Queda fácilmente demostrado que nuestros políticos no gobiernan para la ciudadanía en materias tan sensibles como la energía. Aunque también llama la atención la escasa reacción de la ciudadanía ante décadas de tanto desaguisado.
Es pues urgente que nuestro país se sitúe al frente de la eficiencia energética europea, desarrollando políticas y estrategias que favorezcan las energías renovables y por ende el futuro social, económico y medioambiental de nuestros ciudadanos. Mientras, nos seguirá cayendo la cara de vergüenza al saber que una nación oscura y fría, como Alemania, multiplica por ocho sus inversiones en renovables respecto a las nuestras.