Hoy, Día del Maestro en España, es un buen día como otro cualquiera para recordar y reconocer a toda esa ingente cantidad de personas que han pasado por mi vida, para ayudarme a aprender, a conocer e, incluso a ser crítico, asunto este último que en tiempos de mi infancia y mi adolescencia no era un asunto común.
De maestros titulados, de esos de la escuela, sólo tengo buenos recuerdos cuando mi padre decidió cambiarme de colegio. Así, migré de los Maristas -donde no hacía carrera, me rebelé y me revelé como agnóstico a los once años, algo que supe más tarde, siendo invitado a abandonar el centro- a un centro seglar del barrio, en el que curiosamente la mayor de los profesores eran antiguos republicanos.
D. Antonio, que me pegó una hostia de campeonato el día que me pilló falsificando las notas, y que vino personalmente a mi casa a decirme que había aprobado la reválida de cuarto, un gran tipo de una rectitud y honestidad indestructibles; D. Francisco, que nos enseñó la Historia según el libro de texto, pero contándonos simultáneamente esas cosas recientes que todo el mundo intentaba ocultar, como el golpe de Estado de Franco, los intereses del Cid, mercenario de pro, y otras movidas desmitificadoras por el estilo, antes de salir huyendo a Canadá por persecución política; o el profesor de francés, López Rubio, que nos enseñaba la lengua incluyendo discos de George Brassens para nuestros ejercicios de traducción, antes de ser encarcelado por motivos políticos; incluso D. Pelegrín, cuyo castigo por suspender matemáticas consistió en hacerme ir a la facultad con él -casi todas las tardes del verano y de paquete en su Vespa- para ayudarle en los cálculos de su tesis doctoral, haciéndome manejar una calculadora mecánica, muy grande y compleja.
Grandes recuerdos y un gran agradecimiento que siempre están presentes en mi ánimo, en forma de veneración a maestros como aquellos, que no sólo me soportaron -que ya era bastante- sino que fueron capaces de reconducir mi natural curiosidad, mi agotadora energía y mi rebeldía sin causa.
Pero a lo largo de la vida, si uno está dispuesto a escuchar -por mucho que le cueste- aparecen otros maestros que siguen moldeando conocimientos, habilidades y actitudes, tanto en lo personal como en lo profesional, demostrando una vez más que no sabemos nada y que hay que seguir formándose hasta la muerte.
Así, mi profesora de psicología en la carrera de Técnico de Publicidad, que viéndome perdido -acababa de dejar la música, vuelto de Barcelona y horrorizado por el paletismo que imperaba entonces en Valencia- me pidió que le ayudara a corregir test de niños especiales, de los que ella se ocupaba en otros horarios de su jornada; o Alfredo Benavent, que mejoró sensiblemente mi formación publicitaria y al que reconozco como el gran maestro que me inculcó la pasión por esta profesión en un entorno ético y en una agencia -Publipress- en la que la izquierda estaba representada por personajes tan inolvidables como Vicent Ventura, Andreu Alfaro o Francesc Jarque que formaban parte del comité de dirección de la agencia; Al igual que Salvador Pedreño, mítico cofundador de la mejor agencia de los pasado años 80, RCP, que me dió un par de vueltas mentales y reordenó mis ideas al tiempo que las modernizaba; hasta Andrés Fernández Romero -creo que ese era su nombre- que con sus cursos de Planificación Estratégica, me dio el último empujón para convertir la comunicación en una disciplina mucho más digna, por su trascendencia en el éxito de las organizaciones, hasta el extremo de conseguir que mis clientes fueran auténticos directivos responsables de sus empresas, en vez de los habituales encargadillos de marketing de medio pelo.
Y como ya he contado en otras ocasiones, también es un buen día para recordar a mi madre, mi primera maestra, esa mujer que me enseñó a leer y a escribir -siempre con la ayuda de un periódico-, inculcándome además una pasión por leer y por escribir que todavía me acompaña, y que en tantas ocasiones he necesitado vomitar como profesor de comunicación en universidades y escuelas de negocios.
Celebremos, pues, el Día del Maestro como una efeméride de gran importancia, porque, en mayor o menor medida, los profesores y las profesoras han dejado huella en nuestras vidas y les debemos tanto que nunca seremos capaces de compensar semejante empeño.
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