En medio del debate parlamentario sobre el Salario Mínimo Interprofesional (SMI), surge como un trueno una de las burdas afirmaciones a las que la ministra de Trabajo, Fátima Báñez, nos tiene acostumbrados: «En España nadie cobra por debajo de los 655 euros». Una más de sus frases falaces.
Olvida la ministra que en un país acostumbrado a que una vez hecha una ley, surja la trampa, el SMI -en su cifra completa- sólo se aplica a los trabajadores que tienen contrato a jornada completa y mensual.
Lo demás son zarandajas y componendas, en las que entran desde los contratos por horas -a los que se debería aplicar el precio horario del SMI- hasta los pactos a destajo, como el que cobran las camareras de piso de algunos hoteles: 20 céntimos por cama.
Y por si queda algún trabajador, con poca experiencia, que aún desconoce la diferencia entre salario bruto o neto, debe quedar claro que el SMI se expresa en bruto y corresponde a 14 pagas. Sólo con pensar en las deducciones obligatorias de esta mínima nómina en España, es fácil comprender que el sueldo neto de un trabajador, sujeto al salario mínimo, no llega para vivir.
Aunque muchas comparaciones son odiosas, más lo son aún cuando a nuestros gobernantes se les llena la boca con la famosa recuperación económica española -que sólo tiene fama para algunos de nuestros paisanos-, con nuestro crecimiento del PIB y con otros alardes de riqueza por el estilo. Olvidan que somos un país pobre. Más pobre que las ratas. Y sin un futuro dibujado con los planes y las estrategias que tanta falta nos hacen para salir del atolladero.
Aquella Irlanda que tuvo que sufrir la «hambruna de la patata», y que durante la actual crisis económica tuvo que ser rescatada por la Unión Europea y por el Fondo Monetario Internacional, es hoy el país socio que más crece y ostenta un salario mínimo que multiplica por dos al español. Menos bolos, pues, Sra. Báñez.
¿Y que tiene todo esto que ver con la filosofía, por muy impura que esta sea? se preguntará a estas alturas alguno de los lectores. Pues mucho, porque la agónica situación de los desfavorecidos en España -sobre todo los jóvenes- se encuentra envuelta por una metaprecariedad que encierra lacras como el paro, la inseguridad laboral, los contratos basura y los salarios indignos. Pero también el abandono de la filosofía en los colegios, que ha provocado inexorablemente la desaparición del espíritu crítico de unos ciudadanos que representan nada más y nada menos que el futuro de nuestro país.
Y así estamos. Una población que no piensa estructurada ni colectivamente; un gobierno que no tiene nada proactivo que ofrecer; unos políticos que, viejos o nuevos, siguen muy lejos de los ciudadanos. Un país, España, con un salario mínimo, mínimo. Así nos va.