FILOSOFÍA IMPURA

Cuando el poder mata

Cierro hoy la miniserie de artículos dedicados a recordar algunos de los más significativos males del poder, trayendo a la palestra las malas prácticas de las compañías eléctricas, gasísticas u otras que, con la colaboración de los gobiernos, permanecen impertérritas ante la pobreza energética en España. Unas malas prácticas que matan, como siempre, a los más desfavorecidos.

Cierto es que entre leyes autonómicas, convenios y otras zarandajas absolutamente insuficientes, el poder político puede encontrar excusas para tapar su ineficiente proceder ante el gran número de muertes anuales, que algunos estudios sitúan por encima de las causadas por accidentes de tráfico.

Por eso no se entiende, que ante tanta muerte por pobreza energética, los gobiernos no actúen con la misma o más contundencia que ante la regulación del tráfico vial, con sus enormes inversiones en radares, gestión del carnet por puntos o campañas publicitarias.

Según el baremo que se utilice -el español o el europeo-, el número de afectados españoles por la pobreza energética podría situarse en unos 7.000.000 de ciudadanos. Aunque tampoco se libra la Unión Europea, en la que se calculan 54.000.000 de afectados.

Son cifras muy alarmantes, causadas por el egoísmo de las compañías energéticas -en cuanto a su papel de servicio público- y por la ineficacia de un poder político, tímido desde la izquierda y claramente vendido desde la derecha. No se entiende de otra manera la parquedad de las iniciativas legislativas autonómicas o municipales, así como la constante denuncia ejercida por el partido conservador contra estas leves actuaciones.

También viene a colación recordar que durante la pasada dictadura las compañías energéticas estaban nacionalizadas o intervenidas. Fue ya en democracia cuando, con la llegada del libre mercado, se produjo una privatización -seguramente innecesaria y desmedida- que no ha hecho sino incrementar salvajemente el precio de la energía y el poder de las compañías sobre la calidad de vida de nuestros ciudadanos. Se hace pues imprescindible que se vuelva a cualquier tipo de intervención que garantice estos servicios públicos a todos los hogares, sean estos ricos -que pueden pagarlos- o pobres.

Y todas estas crudas situaciones por exceso o por defecto -con ganadores que no respetan el medioambiente ni la salud o la vida de los demás, y perdedores que sufren en sus carnes la pérdida de la salud o de la propia vida- no hacen sino reafirmar el desprecio de los poderosos hacia los pobres, por mucho que el problema de escasez energética de esos millones de hogares se produzca cada año, con la llegada del frío, lo que no implica con precisión que las muertes producidas no resultan una sorpresa inesperada.

En filosofía, por muy impura que esta resulte, no se ha entrado suficientemente en cuestiones como la que hoy nos ocupa, que se creían ya superadas en los países desarrollados. Si acaso, habrá que hacer un tangencial acercamiento a los estudios sobre la calidad de vida, de los que hoy destaco el siguiente párrafo: «En la actualidad, el hecho ampliamente conocido de la degradación del ambiente y su repercusión sobre los grupos humanos, sobre todo a nivel de salud, ha conducido a reconocer que la situación debe abordarse desde una óptica social, política, económica, jurídica y cultural».

Quizá sea esta una magnífica ocasión para recordar al Sr. Rajoy que los ciudadanos no viven de la mejora del PIB, sino de alimentos, servicios de bienestar y condiciones adecuadas de vida. De nada sirven las medias estadísticas alcanzadas si la parte más débil de nuestra ciudadanía está en riesgo de muerte.

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