Literalmente, sin utilizar metáfora alguna. La contaminación medioambiental que sufrimos en nuestro planeta está provocada por el poder, sea este político o económico. Y la mayoría de los ciudadanos se dejan llevar, contentos con sus contaminantes bienes, aunque les falte el aire.
Hace pocos días tuve la ocasión de ver el documental «Before The Flood» (antes de que se tarde), dirigido y presentado por el actor y activista medioambiental Leonardo Di Caprio. Un documental terrible, no sólo por unas imágenes que muestran la autodepredación de la que es capaz el ser humano, sino también porque explica nítidamente cómo el poder económico -con la anuencia de los políticos- lleva su egoísmo y ansia de riqueza a niveles brutales de contaminación. Recomiendo con vehemencia ver este documental.
Mientras, los humanos, necesitados de subsistencia básica y también de caprichos, les seguimos en gran medida la corriente, usando o consumiendo productos llenos de porquería, generadores de más mierda todavía, fabricados con un derroche medioambiental insostenible.
Al poder le sale prácticamente gratis utilizar los recursos medioambientales más básicos, a la par que ganan cantidades ingentes de dinero explotando las materias primas más peligrosas para la vida.
Basta estar mínimamente informado para ser consciente del crecimiento de la polución en nuestras grandes ciudades. Una situación que las autoridades municipales -que no les incumbe abordar el origen del problema- intentan soslayar con medidas generalmente dirigidas a los usuarios de automóviles. Es como poner una simple tirita sobre un corte que requiere varios puntos de sutura.
Y en medio de este creciente y, de momento, irresoluble problema, se nos viene encima el tratado internacional de libre comercio entre la Unión Europea y los Estados Unidos de Norteamérica (TTIP), con el que el poder contaminante de los americanos se puede cargar de un plumazo los modestos avances -simplemente domésticos- conseguidos en Europa.
Bajo este tratado, las multinacionales más poderosas y contaminantes del mundo podrán imponernos el uso y consumo de su porquería, amparados además por tribunales privados de arbitraje que se situarían olímpicamente por encima de la Ley. Desde unas simples patatas fritas con aceite de palma -grasa cuya obtención significa millones de hectáreas de selva arrasadas-, hasta productos que necesitan hectómetros de agua para fabricar una sola unidad. Esto es lo que se nos viene encima, dirigido por un poder que no respeta el medio ambiente, o que está formado por analfabetos negacionistas del cambio climático.
Y en este ambiente tan impuro, la filosofía también tiene algo que decir: «El principal valor de “Filosofía del medio ambiente” -libro de Christopher Belshaw, de cuya reseña destaco este párrafo- es poner de relieve y argumentar de forma persuasiva que las actuaciones decisivas en materia ecológica son de naturaleza ética. La ecología es una ciencia que puede proponer determinadas soluciones, pero la adopción de las mejores medidas no es algo que dependa en definitiva ni de la política ni de la dinámica del mercado. Si se dejan las mejores soluciones ecológicas al juego de los partidos o al juego del mercado, casi nunca se llevarán a cabo».
En definitiva, pocos asuntos tan relevantes como la defensa de la vida en el planeta que habitamos merecen una auténtica revolución social. Una tarea harto difícil, porque supone nada más y nada menos que un rediseño global de nuestro estilo de vida, así como un cambio radical en la visión social. ¿Seremos capaces de abordar semejante meta? Tengamos al menos consciencia de que es cuestión de vida o muerte.
Reblogueó esto en Meneandoneuronas – Brainstorm.
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